En 1755, Casanova terminó prisionero en los infames Piombi, las celdas más duras de Venecia, tras ser acusado injustamente de brujería y sacrilegio. En realidad, la verdadera razón de su encarcelamiento era su vida disoluta como seductor y aventurero, que había atraído la ira de las autoridades. Pero mientras que el prisionero común habría estado destinado a una vida de sufrimiento, Casanova, gracias a su red de amigos influyentes, consiguió un trato privilegiado: una celda privada, comida deliciosa, libros, velas e incluso una excelente higiene personal.
A pesar de las condiciones, Casanova decidió que era el momento de escapar y llevó a cabo una de las fugas más audaces de la historia. Con la ayuda de cómplices por dentro, un agujero en el techo y un camino a través de los tejados del Palacio Ducal, consiguió llegar a una ventana dejada abierta especialmente para él. Sin embargo, al entrar en el edificio, se encontró con que la puerta de salida estaba cerrada. Pero la astucia de Casanova no terminó ahí: vestido como un elegante caballero, engañó al guardia, convenciéndole de que era un visitante y no un fugitivo. Así, sin ser reconocido, continuó su fuga hasta llegar al continente, donde le esperaban caballos listos para llevarlo lejos de Venecia.
Un aspecto menos conocido de esta fuga legendaria es que Casanova nunca habría logrado escapar sin la complicidad de algunos guardianes, quienes no solo fueron pagados para ofrecerle un trato de lujo, sino también para organizar su fuga. De hecho, la prisión, temida por muchos, se convirtió en una oportunidad rentable para los guardianes: el trato favorable y la organización de la fuga estaban tan bien remunerados que algunos de ellos incluso nombraron sustitutos, trabajando por una comisión. Sin embargo, como suele ocurrir, la astucia de Casanova y sus aliados no permaneció oculta por mucho tiempo, atrayendo finalmente la atención de las autoridades.